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“La angustia es la disposición fundamental que nos coloca ante la nada”, decía el filósofo alemán Martín Heidegger sobre los pormenores de la existencia del hombre. Con esta premisa, el director italiano Bernardo Bertolucci nos entregó una verdadera obra maestra como es: “Último tango en París” (1972).

La trama gira en torno a Paul (Marlon Brando), un hombre de 45 años que enviuda de forma sorpresiva y Jeanne, una muchacha de 20 años (María Schneider). De manera casual se encuentran en el piso de un departamento en alquiler, y casi sin mediar palabra, tienen sexo de manera salvaje. Los personajes realizan un pacto para sus futuros encuentros furtivos: no podrán preguntarse nunca sus nombres.
Sin duda alguna, la actuación que realiza Brando es colosal. Ya que Bertolucci tiene el acierto de dejar que el personaje principal de un hombre destrozado por el suicidio de su mujer lleve las riendas del conflicto. Tanto el director como Brando nos muestran en un París tristemente bello que el sexo puede ser un vehículo eficaz y dinámico frente a la angustia que provoca la muerte. El personaje principal hunde su desesperación en la violencia sexual y verbal hacia Jeanne porque el sabor de la nada lo moviliza hacia una aparente misoginia controlada. Y ese sabor absurdo que masca todo el tiempo como chicle, Brando lo exterioriza de manera inolvidable en el largo monólogo que le dedica a su esposa muerta en el féretro.

En ese discurso, Brando eriza la piel de todo espectador, logra comunicar con sus lágrimas sus más intimas fisuras. El personaje carga con esa emoción porque niega la posibilidad de la única certeza que tenemos en la vida: la muerte. La muerte parecería que siempre les pasa a los otros. Cuando vemos un cortejo fúnebre, cuando vemos de soslayo la entrada de un cementerio, cuando presenciamos un accidente automovilístico y alguien dice en tono morboso o humorístico: “Hay un fiambre”. Siempre es ajena, pero hay que recordar que nadie puede morir por nosotros. Y es entonces lo que Brando pone en escena a través del faro de Bertolucci que nos guía en un marco de sesgado erotismo y bruscos fracasos personales.

Por lo cual, en el trasfondo aparece el momento presente, ese lugar minúsculo que arroja a un hombre y a una mujer por fuera de los avatares de la vida cotidiana. Sin embargo, en todo romance intenso una entrega total implica siempre una cierta apertura entre los amantes, un diálogo que logre trascender las fronteras del simple encuentro carnal. Como afirma el filósofo José Pablo Feinmann: “En rigor, los hombres se pasan la vida haciendo “cosas” para no angustiarse, para distraerse de lo insuperable: la nada, la finitud, el nihil que caracteriza al existente. De esta forma, el sexo, en este film existencial-ontológico de Bertolucci –en tanto sus personajes buscan “ser” algo para evitar lo que la angustia descubre: que el horizonte fatal de la existencia es “dejar de ser”–, es un sexo anónimo, una instrumentación del cuerpo como droga, como opio de la angustia. Mal camino, sin embargo. La característica del acto sexual es realizarse, llegar a un punto de culminación, a un fin”.

El acto sexual también tiene una duración, los surrealistas comandados por George Bataille hablaban al referirse al orgasmo como: “le petit mort”, ese periodo de desvanecencia que sufre el hombre al toparse con la finitud ya consumada. Esto es puesto con maestría absoluta por Bertolucci en la escena final del salón de tango: los dos protagonistas principales bailan de manera antirromantica y se desploman en movimientos masturbatorios que anticipan un final inesperado. Tanto Paul como Jeanne no pueden bailar en forma correcta el tango porque no se conocen el uno al otro: metáfora sutil de una danza que parecería necesitar una conexión interna para generar verdadera sensualidad. No culminan en ningún momento la relación amorosa porque nunca la empezaron. Ellos –si tomamos una opción psicoanalítica- tienden a finalizarse por el inconsciente a través de un choque constante entre la pulsión de muerte (Thanatos) y la pulsión de vida (Eros).

En determinadas épocas, diversas películas tuvieron que lidiar con el maleficio de la censura: “Ultimo tango en París” fue prohibida desde el momento de su realización y, por ejemplo, en la España franquista muchas personas viajaban a Francia para tener la posibilidad de verla. En la Argentina, el film estuvo sobreestimado por las clases gobernantes que vieron en el erotismo una posibilidad de amenaza, en diversas charlas de café porteñas se hablaba casi a escondidas sobre la famosa “escena de la manteca”. Lo que nos revela la prohibición en Argentina del film es el pensamiento retrogrado de todas los gobiernos militares que tuvo el país. Ya que negar el erotismo y el sexo como herramientas esenciales de la vida humana es de una estrechez que viene influenciada por los lineamientos de la religión cristiana: es por eso que luego ocurren ciertas perversidades en los claustros sacerdotales y tenemos que escuchar declaraciones alarmantes del papa Benedicto XVI sobre la utilización del preservativo. Asociar al sexo como “pecado” es negar los impulsos vitales del hombre y trasladarlo hacia un campo estéril. Eso es justamente lo que sucede con este tipo de producciones: el escándalo prevalece en las capas conservadoras –El imperio de los sentidos, Belle de Jour, hasta hace poco Secreto en la montaña- y los comentarios rebajan el esfuerzo artístico de un cine erótico de calidad que se desliza en forma suave a través de las contradicciones de cada ser humano.


Rodrigo Díaz