“Mujeres, ¡hum! que puedo decir. Dios debía ser un jodido genio. El pelo, dicen que el pelo lo es todo. ¿Alguna vez has enterrado la nariz en un monte de rizos y has querido dormirte para siempre?. Sus labios cuando han tocado los tuyos es como ese primer trago de vino después de haber cruzado el desierto. Las tetas. ¡buf!, grandes, pequeñas, los pezones mirándote como si fueran reflectores secretos. Y las piernas, no importa si son columnas griegas o vulgares palos de escoba. Lo que hay entre ellas es el pasaporte al cielo. Necesito otra copa".
¿Estamos acaso ante algunos perdidos versos de Neruda o alguno de los sonetos de Shakespeare? Bueno, no exactamente; nos encontramos frente a uno de los monólogos con más fuerza –dentro de los límites que propone el tiempo cinematográfico- de toda la historia de la pantalla grande. Al Pacino (leyenda viva del cine) es uno de los pocos actores que puede conmover con la calidez de su mirada y el manejo del silencio. Logró heredar la presencia escénica de Marlon Brando y la preocupación por el análisis psicológico sobre los personajes. De esta manera, Pacino demostró la originalidad de su talento al interpretar por ejemplo a Tony Montana (Scarface), Michael Corleone (El Padrino), Sonny (Tarde de perros) o Frank Keller (Melodía de Seducción).
Tuvo la oportunidad de estar bajo las órdenes del legendario Lee Strasberg en el Actors Studio en su Nueva York natal, de alejarse de las drogas, la depresión y de las dificultades para llegar a fin de mes. De esta manera, sus condiciones empezaron a madurar primero en la escena teatral hasta su debut en la pantalla con Yo, Natalia (1969). La apuesta de Francis Ford Coppola hizo que su genio ocultara su inexperiencia al compartir cartel con un peso pesado como Marlon Brando en la piel de Don Vito Corleone en la primera parte de El Padrino (1972). La calidad de su interpretación llegó con un repentino estrellato que maduraría en forma ininterrumpida a lo largo de los años.
Hay un rasgo que es manejado con maestría por fuera de la calidad técnica en Pacino, y es justamente una capacidad innata para hacerse del espacio escénico. Hay dos escenas –en mi opinión- que lo representan de una manera muy gráfica. Una de ellas es en el film Sea of love (1989) en la que Frank Keller (Pacino) conversa durante la madrugada con Helen (Ellen Barkin) dentro de un bar. El propio Frank Keller se define (“Hay veces que me siento como un tigre enjaulado”) y la verdad que no hay manera de expresarlo mejor. La química que logra con Barkin es de un erotismo que por momentos ahoga, y es esa clave lo que sostiene el hilo argumental de la película. De la misma manera en Frankie and Johhny (1991) su personaje logra con una mirada trascender cualquier posibilidad de diálogo. El propio personaje que interpreta Michelle Pfeiffer se arriesga a decir (“Me gustaría que me dejaras de mirar de esa manera tan intensa”).
Es por eso que los grandes actores pueden ir un paso delante de cualquier regla o escuela. Creo que Pacino como otros genios del escenario siempre fue más que el Método de Lee Strasberg y esas cursilerías de etiqueta. Con los años, Pacino pudo haber convertido la actuación en algo técnico, pero nunca podremos de dejar de ver esa especie de rabia contenida, animal, que representa de manera fiel las contradicciones del hombre contemporáneo.
Rodrigo Díaz