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Primero se llevaron a los judíos, pero como yo no era judío, no me importó.

Después se llevaron a los comunistas, pero como yo no era comunista, tampoco me importó.

Luego se llevaron a los obreros, pero como yo no era obrero tampoco me importó.

Más tarde se llevaron a los intelectuales, pero como yo no era intelectual, tampoco me importó.

Después siguieron con los curas, pero como yo no era cura, tampoco me importó.

Ahora vienen por mí, pero ya es demasiado tarde.

(Bertolt Brech)





No es bueno ir por la vida encasillando cosas y poniéndole nombre a todo, y menos, si de cine se trata. Y sino mirar a esos padres y madres que se rompen el coco pensando y buscando nombres para sus hijos, para que luego a Francisco le digan Pancho. En cine hay una tendencia a ponerle nombre a todo. Quizás como estrategia de publicidad, o de estudio, de análisis o de estilos. Lo cierto es que ayuda, y mucho. Cuando rápidamente preguntan ¿Diga una película de acción, otra de ciencia ficción, una comedia, una comedia romántica y una pochoclera? Muchos podrán responder Rambo (George P. Cosmatos), Brazil (Terry William), Esperando la Carroza (Alejandro Doria), Olvídate de París (Billy Crystal) y El Día de la Independencia (Ronald Emmerich), respectivamente. En este sentido, las películas se podrían también encasillar en Clásicos.


Maneras de definir que un film sea un clásico del cine hay tantas como pares de ojos para verlos. No obstante, los ilustres del cine no esperaran para saltar de su silla y criticar, corregir, la siguiente definición. Una obra se convierte en un Clásico cuando perdura en el tiempo y mantiene la misma vigencia que si hubiera sido rodada semanas atrás. Un Clásico no caduca, es actual. Más allá de las cuestiones técnicas-estéticas propias del cine, un film será un Clásico por haber ingresado en el imaginario colectivo, y cuando la trama refleje fielmente a la sociedad. Así, Tiempos Modernos, La Naranja Mecánica, Psicosis, Casablanca, El Padrino, El Nombre de la Rosa, El Acorazado Potemkin, Lo que el Viento se Llevó, La Patagonia Rebelde y Crónica de un niño solo, se convirtieron en Clásicos del Cine. Lo mismo pasa con Sacco e Vanzetti, dirigida por Giuliano Montaldo.



Es cierto que ya no son tiempos en que el capitalismo, el socialismo y el anarquismo se disputan la hegemonía política-ideológica. Aunque con las vueltas de la historia nunca se sabe, a pesar de que los apologistas que decretaron el Fin de la Historia digan lo contrario y renieguen de la dialéctica. Esa es una batalla que en las décadas recientes parecen haber ganado los dueños del capital, sin embargo se empiezan a ver nuevos tiempos, al menos en Latinoamérica.
Giuliano Montaldo no habla sólo de la lucha anarquista. Su propuesta es más profunda: reflexiona sobre la lucha de clases, opresores y oprimidos, ricos y pobres; sobre el sistema judicial estadounidense; habla de la libertad, de la lucha y de la muerte. En fin, es un homenaje a la vida y a la muerte, dos caras de una misma moneda, de Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti.
El 15 de abril de 1920, Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti, dos inmigrantes italianos, fueron acusados por el asalto y homicidio del pagador de una fábrica, en la ciudad de Massachussets, en Estados Unidos. Sacco y Vanzetti, un zapatero y un vendedor de pescado, militantes anarquistas, fueron injustamente acusados de un crimen que jamás cometieron, por el que fueron ejecutados en la silla eléctrica en 1927. Cincuenta años después del crimen oficial contra Sacco y Vanzetti, Estados Unidos pidió disculpas y fueron exonerados simbólicamente. Había sido una “equivocación”. Claro, entonces era fácil, ya estaban muertos, y la amenaza anarquista y socialista alejadas de sus tierras.
En 1971 el director Giuliano Montaldo, que también dirigió Tiro al pichón, Una bella grinta, El hombre con los antojos de oro, siempre interesado en tener una mirada política del cine, llevó a la pantalla grande la historia del injusto y legal asesinato de los dos militantes anarquistas. Una película sensible, que denuncia las injusticias de un sistema que, según parece, el mundo se ha acostumbrado. Lo mismo había ocurrido con aquellos héroes populares, condenados a muerte –esta vez en la horca– por pedir las ocho horas de trabajo. Fueron Los Mártires de Chicago, a cuyo recuerdo se debe para siempre el 1º de Mayo como Día de los Trabajadores. También, cien años después de ese crimen infame, la Justicia estadounidense pidió disculpas. ¿Otra equivocación?
En la película queda de manifiesto que no importaba si habían sido ellos los autores del delito; no iban a la silla eléctrica por el robo, sino por su condición de anarquistas, extranjeros y pobres. Aunque no hubiesen robado y asesinado, justificaba matarlos por sus ideas. No muy distinto a lo que pasa hoy en Estados Unidos, pero también en muchos otros países. ¿En las cárceles argentinas, cuántos hay por pobres? ¿Cómo es la Justicia para los poderosos, para Ernestina Herrera de Noble y para Carlos Menem? Alguna vez, el actual ministro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, Eugenio Zafaroni, dijo: “Los presos en Argentina no están allí por lo que roban, sino por cómo lo roban”. ¿Qué hay, en este mundo de la guerra contra en terrorismo, si un musulmán es atrapado por la policía de Estados Unidos cortando/robando una flor para su hija? ¿Por qué las cárceles estadounidenses están abarrotadas de presos de color negro, de latinos y pobres?



Nicola Sacco, en su carta de despedida, cuenta,: “Mi crimen, el único crimen, del que estoy orgulloso, es el de haber soñado una vida mejor, hecha de fraternidad, de ayuda mutua; de ser, en una palabra, anarquista, y por ese crimen tengo el orgullo de terminar entre las manos del verdugo. Pero que tengan luego el coraje de decirlo, de gritar al mundo -los gobernantes y los asalariados de los Estados Unidos- que habiendo adquirido su independencia en nombre de la libertad, ellos pisotean esa libertad en todos los actos de su existencia.”
Por su parte, Bartolomeo Vanzetti, dijo: “Aprendí que la conciencia de clase no era frase inventada por los propagandistas, sino que representaba una fuerza vital, real, y que aquellos que comprenden su significado no son ya simples bestias de carga, sino seres humanos”. Y presas de cacería.
La imagen final de Vanzetti, noble y fuerte, sentado en la silla eléctrica aguardando su ejecución, además de interrogantes, promete muchas respuestas. ¿Qué sentirá ese hombre (o cualquier otro) sentado allí aguardando la descarga que, ineludiblemente, acabará con su vida? ¿Qué sentirán quienes lo observan? ¿Es justo, ética y moralmente, condenar a un hombre a muerte? ¿En nombre de qué libertad se condena a un hombre?



Lo más importante de este Clásico del cine que ha logrado Giuliano Montaldo, es que ha conseguido entender e interpretar el pensamiento y la sensibilidad de Sacco y de Vanzetti. Es un documento para la memoria y un arma de lucha. Acaso un resumen de la película sea este fragmento de la carta que Nicola Sacco le escribiera a su hijo, Dante, antes de ser electrocutado: “Pueden crucificar hoy nuestros cuerpos, como lo están haciendo, pero no pueden destruir nuestras ideas, que servirán para los jóvenes que vengan después.”
Con formidables actuaciones de Gian Maria Volonte, Riccardo Cucciolla, Cyril Cusak, y una hermosa música de Ennio Morricone, el film también deja su mensaje, que en la dulce voz de Joan Baez dice: “La belleza del espíritu humano es la voluntad de realizar los sueños.”


Esteban Collazo