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En la literatura argentina hubo dos nombres que cifraron el camino de los nuevos narradores: Julio Cortázar y Jorge Luis Borges. El primero, logró confundir el universo de lo fantástico con la realidad pura y ordinaria: un personaje que vomita conejos, una persona que vive por fuera de su existencia monótona como viajante de comercio una experiencia reveladora con la prostituta Josiane, un motociclista que vive una noche de angustia y que es soñado por un azteca; el segundo, antepuso un vasto horizonte de símbolos: laberintos, bibliotecas infinitas, cuchillos que ejemplifican el honor de un arrabal mágico hasta juegos intelectuales que alcanzan la memoria y el tiempo.

En este marco, la escritora Samanta Schweblin combina los mejores elementos de la gran tradición cortazariana y borgeana. En sus textos prevalece el elemento sórdido y la descripción de personajes en declive, con imágenes que por momentos recuerdan al cine de David Lynch o a la asociación obligada del dramatismo kafkiano. Ya había insinuado con su primer libro de cuentos “El núcleo del disturbio” (Premio Haroldo Conti) hasta confirmar su originalidad intacta con “Pájaros en la boca” (Premio Casa de las Américas). En su formación como narradora, Schweblin supo nutrirse del magisterio de Liliana Heker, de ciertas lecturas fundamentales como: Buzzatti, Maupassant, Chever, Carver y Bioy Casares, que le dieron forma a un estilo muchas veces seco, con la descripción justa y diálogos lacónicos. Como en un mar embravecido e impiadoso, Schweblin logra que sus historias estén siempre al filo de un abismo insondable: las humillaciones de personas comunes que esperan o familias disfuncionales que esconden sus problemas en vez de afrontarlos. Sin duda alguna, Schweblin representa lo mejor de la incipiente y nueva generación de la narrativa latinoamericana actual.

Rodrigo Matías Díaz